Esa pregunta, a primera vista
tan inocente y que perfectamente pudo haber sido planteada por un niño
precoz dotado de una excepcional curiosidad, no resulta tan sencilla de
responder. En primer lugar porque eso que acostumbramos llamar cielo
no es un ente concreto sino algo inmaterial. Pero, además, la
naturaleza de nuestra atmósfera, que nos envuelve y cobija, contribuye
a la existencia de todos los seres vivos -nosotros los Seres Humanos incluidos-,
nos defiende contra la mortífera acción de las radiaciones energéticas
que en todo momento cruzan por el espacio cósmico y regula la
temperatura dentro de un rango tolerable, no posee un borde definido
sino que se disuelve gradualmente a medida que se incrementa la altura
sobre la superficie Terrestre.
Pero entonces, se plantean de nuevo
las preguntas: ¿Qué es el cielo y por qué lo vemos de día y no de
noche? ¿En qué momento se puede afirmar que ya salió uno de la
atmósfera para penetrar en el espacio exterior? Como se verá, algunas
de estas respuestas son muy relativas y fue necesario para la
Civilización Humana esperar durante varios miles de años hasta la
década de 1950 – 1960 -mediados del siglo XX- para encontrar una explicación aceptable.
Al finalizar la Segunda Guerra
Mundial, de manera que las fuerzas armadas norteamericanas pudieron
disponer tanto de los primeros cohetes del tipo V-2 desarrollados por
los alemanes como de la tecnología asociada y algunos de los
científicos que contribuyeron a desarrollarla, resultó factible llevar
a cabo lanzamientos destinados al estudio de las capas atmosféricas
superiores. Fue hasta entonces que pudo comenzarse a vislumbrar lo que
estaba sucediendo por encima de los quince mil metros de altitud y que
hasta ese momento era el techo máximo absoluto de operación para los
aviones de aquella época. Toda esa serie de experimentos científicos
culminó muy favorablemente con el llamado Año Geofísico Internacional
y que tuvo lugar desde enero de 1957 hasta junio de 1958. La
espectacularidad de dicho evento se pone de manifiesto al recordar que,
con fecha 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética puso en órbita al Sputnik I, primer satélite artificial de la Humanidad, mientras que el 31 de enero de 1958 los norteamericanos lanzaron el Explorer I el cual, además, reveló la existencia de los cinturones de radiación de Van Allen que envuelven a nuestro planeta.
Desde mucho antes se hubo reconocido la estructura de nuestra atmósfera como consistente en cuatro capas principales:
La troposfera (del griego
"cambio") es la capa más próxima a la superficie terrestre. Su espesor
varía entre los ocho y los dieciséis kilómetros tomándose los once
kilómetros como valor promedio. Esta es la altura típica de crucero de
los aviones comerciales jet subsónicos modernos. Dentro de esta capa se ubica la región habitable -biosfera- hasta quizá cinco mil metros de altitud, así como todos los cambios climáticos a los que nos vemos expuestos los seres vivos.
La estratosfera comienza al
final de la capa anterior y se extiende hasta los 80 kilómetros.
Consiste en varias capas estratificadas dentro de las cuales fluyen
vientos horizontales a gran velocidad como es el caso de la llamada corriente de chorro o jet stream;
de ahí el nombre de esta capa. Dentro de esta región, entre los 16 y
los 25 kilómetros de altitud también se ubica la capa de ozono
responsable de filtrar la radiación ultravioleta proveniente del sol.
Durante la década de 1980 a 1990 surgió un notable escándalo derivado
la destrucción de esta capa protectora motivada por diversas sustancias
químicas lo que podría ocasionar un alarmante incremento en la
incidencia del cáncer en la piel y otras afecciones no menos nocivas.
La tercera capa, llamada ionosfera,
se localiza entre los 80 y los 400 kilómetros sobre la superficie
terrestre y contiene una gran cantidad de partículas cargadas en la
forma de átomos ionizados a los cuales la radiación proveniente del
espacio exterior les ha arrancado uno o varios electrones como los
mismos electrones libres. Debido a esta presencia de carga eléctrica
dispersa se manifiesta el efecto de reflexión de las ondas
radioeléctricas lo que permite la comunicación a escala global mediante
el aprovechamiento de la banda conocida como de onda corta.
Pero, así mismo, es importante señalar que numerosos satélites
artificiales, así como los transbordadores espaciales y la estación
espacial internacional se encuentran orbitando a 350 kilómetros de
altitud. Lo anterior implica que, rigurosamente hablando, estas naves todavía no han salido de la atmósfera terrestre
sino únicamente que se ubican dentro de una capa de aire tan enrarecido
tal que el efecto de arrastre aerodinámico es casi nulo por lo que no
pierden su velocidad para caer de vuelta a la Tierra.
La exosfera es la última capa
cuyo límite no puede definirse de manera precisa porque la densidad del
aire es tan pequeña que casi se confunde con el vacío del espacio
exterior. No obstante, suele tomarse una cifra de 1600 kilómetros como
valor característico. No conviene ubicar naves orbitales tripuladas
dentro de esta región porque la radiación de Van Allen podría afectar a
los astronautas. Lo interesante está en que la pregunta referente al
límite de la atmósfera e inicio del espacio no tiene una respuesta
concreta porque en realidad no se sabe; es como la diferencia
crepuscular donde el día se convierte gradualmente en noche.
Para responder a la pregunta relativa
a la verdadera naturaleza del cielo se recurre a los parámetros físicos
tanto de presión como de densidad del aire circundante, así como su
variación en función de la altitud. Los modelos desarrollados para la
representación matemática estandarizada de la atmósfera revelan que al
ascender a partir del nivel del mar tanto la presión como la densidad
del aire disminuyen primero con mucha rapidez pero esta tendencia va
tornándose cada vez más lenta de modo que la aproximación a cero -como lo sería en el vacío-
es asintótica; en realidad nunca se llega al valor final. Así, por
ejemplo, sorprende saber que en la Ciudad de México a 2250 metros sobre
el nivel del mar la presión atmosférica ya se redujo al 75% de su valor
original al nivel del mar. Esto significa que para quienes habitamos en
el Valle de México la cuarta parte de la atmósfera ya quedó abajo de
nosotros. A una altitud aproximada de 5500 metros (cumbre del volcán Popocatépetl y todavía muy dentro de la troposfera)
la presión es la mitad de la existente al nivel del mar; ya dejamos
atrás la mitad de la atmósfera y queda la otra mitad por encima de
nuestras cabezas. En la cumbre del Monte Everest (8850 metros) la
presión ha caído a menos de la tercera parte lo que justifica el enorme
esfuerzo y riesgo incurrido por quienes se aventuran a estos parajes. Y
a los 16,100 metros; es decir, el 1% de la altura teórica de la
atmósfera, el 90% de ésta quedó abajo.
Ahora bien, aunque pareciera que el
aire en determinada zona es homogéneo, con los mismos valores de
presión y de densidad en cada punto, la teoría cinética de los gases
nos ayuda para explicar que no sucede así[WI].
En cualquier fluido cuya temperatura esté por encima del cero absoluto,
como lo es el caso del aire, las moléculas se encuentran en un estado
de constante agitación. Es precisamente el efecto acumulado de los
impactos de dichas moléculas sobre las superficies de los objetos lo
que justifica aquello que llamamos presión. Pero como en un determinado
volumen de aire existe un número gigantesco de moléculas y no todas se
mueven con la misma velocidad ni en el mismo sentido, sino que se
apegan a un comportamiento de índole estadístico, ocurre que se forma
una especie de "grumos" o pequeños paquetes de aire más denso pero que
fluctúan a un ritmo de varios miles de millones de veces en cada
segundo. Este fenómeno fue tipificado por el físico ruso –
norteamericano George Gamow como Fluctuaciones de Densidad[GA]. Siendo que el tamaño de dichos paquetes o "grumos" es del orden de unos cuantos centenares de nanometros[nm],
tal que son comparables con la longitud de onda de la luz azul, la
componente de dicho color en la luz solar es dispersada dando al
firmamento su tonalidad característica. En cambio las longitudes de
onda más largas -amarillo, naranja, rojo-
pasan inalteradas a través de dichas capas de aire. Esto también
explica que el sol luzca más rojizo al amanecer y al atardecer, puesto
que la trayectoria oblicua lleva a la luz solar a atravesar una capa de
aire más gruesa. Además, no se aprecia el color azul del cielo de noche
y sí se ven las estrellas porque, no habiendo sol, no hay una fuente de
luz para dispersar. Resulta, pues, que el cielo no es más que una
simple ilusión óptica.
La prueba de esta inmaterialidad le
ha resultado por demás impactante a aquellos quienes han tenido la
oportunidad de llegar a altitudes extremas. Veamos: El 14 de octubre de
1947 fue la primera ocasión cuando un Ser Humano logró viajar a
velocidades supersónicas. A media mañana de aquel día el Coronel
Charles Yeager de la Fuerza Aérea Americana abordó el avión cohete
prototipo Bell X-1, fue soltado desde otro avión nodriza B-47 desde
doce mil metros de altitud, encendió los motores cohete y salió
disparado en una trayectoria ascendente para finalmente rebasar la
barrera del sonido. Debido al impulso adquirido la nave alcanzó una
altitud superior a los 25,000 metros sobre el desierto de Mojave en
California. De pronto, el cielo alrededor, ya de un color azul oscuro,
se tornó violeta profundo y de pronto desapareció totalmente para dar
paso a un fondo totalmente negro y con estrellas en pleno día.. Al asombrado Coronel Yeager la experiencia le pareció surrealista, como si literalmente hubiera perforado un agujero en el firmamento con su avión[WO]. Otros pilotos de prueba y astronautas tuvieron similares e inolvidables vivencias.
Entonces, ¿qué le sucedió al cielo?
¿por qué desapareció?. Todo lo anteriormente presentado ofrece pistas
suficientes. A esa altitud, donde la presión atmosférica equivale a
quizá dos y media centésimas de su valor normal, el aire ya es tan
tenue que las fluctuaciones de densidad dejan de ser significativas, de
manera que el fenómeno de dispersión de la componente azul ya no tiene
efecto. Es decir, no podemos tocar el cielo sino tan solo llegar a él
para atravesarlo sin sentir y luego dejarlo abajo a medida que
ascendemos.
La conclusión es que cada quien llega a la altura que quiere y puede. Todo es cuestión de seguir tratando...
[WI]: Wilson, J.D. (1996); Física; Segunda Edición; México: Prentice-Hall Hispanoamericana; pág 349; sección 10.5: Teoría cinética de los gases.
[GA]: Gamow, G: (1974); One, Two, Three... Infinity; New York, NY, USA: Dover Publications; pág. 229.
[nm]: Un nanometro equivale 10-9 metros, es decir, en un metro caben mil millones de nanometros.
[WO]: Wolfe, T. (1983); The Right Stuff; New York, NY, USA: Bantam Books.